La memoria es una cosa muy seria. Yo soy de la época en que se creía lo que estaba escrito. Y sucedió que un día leí en un periódico que una madre que cuidaba a su hijo en coma en el hospital le oyó decir que quería una Pepsi. La pobre madre ni siquiera tuvo tiempo de llamar al médico, corrió frenéticamente a la máquina expendedora y volvió con la Pepsi. Pero su hijo ya había vuelto a su estado comatoso. La historia es tan macabra que ni siquiera Pepsi quiso utilizarla en su publicidad. Tampoco he visto nada parecido por parte de Coca-Cola.
Pero lo cierto es que hoy en día nos sentimos un poco idiotas por creer en lo que está escrito. En parte porque nos llega por Internet como un vendaval de palabras que el viento se lleva. A veces leo algo en Internet y ya no lo encuentro. Hasta el punto de que dudo incluso de haberlo leído. Como la mamá de aquel comatoso que hasta puede que dudara de que su hijo despertara del coma para pedir una Pepsi.
Pero lo curioso es que Irene Vallejo nos contó que Diógenes contaba chistes. Es decir, que en la época romana había un Diógenes que escribía y hacía reír. En otras palabras, en una época de la que sobró tan poco y escribir era caro y raro, había gente que pagaba a Diógenes para que lo hiciera. Y menos mal que lo hicieron. Porque, en cierto modo, reconocernos en el humor de un Diógenes nos hace a todos hermanos. Nos damos cuenta de que, en tiempos de los romanos, esta gente que hoy llamamos italianos ya hacía chistes que todavía nos hacen reír, y si nos reímos de lo mismo no somos muy diferentes de ellos, ni de aquellos. Lo que hoy llamamos libros es nuestra memoria colectiva, hecha de palabras que el viento no puede llevarse.