Leí una vez que se llega a cierta edad en que los años pasan muy rápido, pero los días son eternos.
Ya llegué a esa edad.
No más gráficos, no más reuniones aburridas, no más jefes difíciles, no más reportes de progreso; no más quince y último… estos sí que los extraño.
Pero soy finalmente dueña de mi tiempo precioso y en mis días eternos, llenos de nuevas aventuras, salgo a caminar.
Mi nuevo trabajo consiste simplemente en prestar atención. Dicen que el deleite es la recompensa de prestar atención.
Hace poco salí en mi ruta habitual, pero noté algo diferente.
La nieve se había derretido y hacía calor. Sí, calor en marzo.
Me quité la chaqueta, la bufanda, los guantes y me fijé en un inusual resplandor al final del camino.
Me pareció divisar una vegetación diferente en el horizonte.
¿Palmeras? – me dije – ¿En Calgary?
Juro que no tenía ni una gota de alcohol en mi sistema.
Aceleré el paso. Tropecé. Me levanté. Sentí una sed atroz.
Persistí, llegué al final del camino.
El resplandor provenía de una playa, plateada y de arenas blancas.
Corrí hacia el agua y me sumergí.
Bebí de aquel extraño resplandor.
Descansé sobre la arena, tan luminosa como la nieve que reposaba allí hace poco.
Pensé que todo esto era un espejismo.
Pero mis manos estaban mojadas. Mi cuerpo cubierto de arena blanca.
Mi sed calmada.
No, no era un espejismo.
Era un poema.
Regresé a mi casa, empapada de palabras, dispuesta a escribirlo.
Sospecho que necesito unas vacaciones en la playa, después de este largo invierno.