Yo sé que debí negarme, pero la necesidad nubla el juicio y acepté. Un conocido me llamó para pedirme que hiciera un reportaje de “contenido humano” para utilizarlo en su dilatado emprendimiento de redes sociales y medios escritos.
– “Algo que conmueva… ¿me entiendes?… pero que no sea lo que todos escriben… ¿me entiendes, verdad?… o sea, original y conmovedor… ¡tú me entiendes!”
Se me estaba haciendo sospechosa su insistencia en asegurarse de si le entendía, pero pasé por encima de ese detalle y me pareció que encontrar algo original que conmoviera hoy en día era un reto interesante.
Después de tratar inútilmente de encontrar a Manolo, que en cuestiones de originalidad es un clásico, hablé con todos mis amigos, repasé todos los bares conocidos espiando miles de conversaciones, asistí a muchas reuniones de asociaciones que agruparan iniciativas conmovedoras como la defensa de los mudos para hacerse escuchar o la restauración de la fe en los políticos. Pero no encontraba nada suficientemente apasionante hasta que una tarde, escapando de la lluvia, tropecé bruscamente con lo que buscaba: un hombre que se miraba en el espejo de una tienda.
Tras pedirle excusas, el hombre me confesó que estaba dedicado a mirarse en todos los espejos que pudiera encontrar hasta hallar el que le devolviera su perfecta imagen. Su compulsión había comenzado un día al afeitarse y no reconocerse en el espejo del baño. Ninguna imagen que los espejos le devolvían era él. El asunto se había convertido en algo que le robaba la vida porque no podía dejar de perseguir espejos. Una vez creyó respirar tranquilo al mirarse en el retrovisor de un coche, pero al acercarse más, el desencanto le devolvió a su desesperación original.
Rápidamente escribí el artículo para mi amigo el editor y se lo envié el mismo día en que Manolo reapareció en mi casa. Me contó que había hecho un viaje. No le dejé contarme detalles, preferí sorprenderle con la historia del buscador de espejos y al final le dije:
– “¿Te imaginas Manolo lo que es vivir esa búsqueda angustiante día a día?”
– “¿Dices que no se reconoce en ningún espejo?”, preguntó suspicaz Manolo y yo presentí que se venía un naufragio.
La catástrofe se consumó cuando Manolo me aseguró que el hombre sí se reconocía en todos los espejos, pero que no le gustaba verse y por eso prefería no reconocerse. Siempre iba a encontrar un lunar o una expresión o una cicatriz que usaría para decir que no era él.
– “Tu personaje, amigo mío, no está persiguiendo espejos… está huyendo de ellos”.
Le planteé a Manolo que esa era solo su perspectiva, pero que la mía era diferente. Manolo se encogió de hombros y dijo que de todas maneras no tenía importancia.
Esto lo entendí a la semana siguiente cuando mi amigo el editor me devolvió el artículo, asegurándome que eso no conmovía a nadie: “Se ve que no me entendiste” fueron sus últimas palabras.