Cuando los europeos desembarcaron por primera vez en lo que se conocería como Isla de Pascua en 1722, no se veía ni un solo árbol. Sin embargo, se hizo evidente que la isla alguna vez había sido una exuberante colcha de bosque y follaje.
Los isleños habían comenzado a talar los árboles para usar los troncos para hacer rodar las estatuas gigantes llamadas Moai por toda la isla, desde las canteras de piedra hasta el mar. Levantaron las efigies y las colocaron en hileras melancólicas en la costa, como si esperaran la llegada de los barcos. O, tal vez, el regreso de las naves extraterrestres, como especuló Erich von Daniken en su libro ‘Carros de los dioses’.
Los isleños utilizaban la madera para construir canoas, cocinar y cremar a sus muertos. Cortaron el bosque como si el recurso fuera infinito y siguieron talando árboles hasta que no quedó ninguno. Es imposible especular por qué uno de los ancianos no mencionó esto y se aferró a los últimos árboles, plantó de nuevo y empezó de nuevo. Es lo que hacen los humanos.
Cuando la última de las canoas se perdió en el mar, no pudieron pescar. La mayor parte de la población murió de hambre. La aparición de exploradores y botánicos en este remoto punto de roca polinesia aquel domingo de Pascua de 1722 fue una de las pocas ocasiones en la historia en que resultó beneficiosa para los pueblos indígenas. Los dioses en forma de Moai respondieron a sus oraciones y los isleños supervivientes se convirtieron al cristianismo.