Todo está congelado y desierto.
El paisaje no es ni siquiera blanco, es gris, como el alma de aquel caminante que transita azotado por el viento gélido arrastrando los pies en un terreno incierto; perdido en la inmensidad de la estepa sin fin, en la infinitud de un planeta desolado.
Así se siente nuestro personaje. Yo, ciertamente he estado allí.
De pronto, en el horizonte, se divisa una figura, casi humana. Al acercarse, nuestro caminante se da cuenta de que se trata de una escultura hecha con rocas.
Es un Inukshuk.
En el idioma de los Inuit (primeras naciones canadienses, habitantes del Ártico), significa “semejante a un humano”. Los construían en la vastedad de la tundra boreal para guiar a los transeúntes, para alejarlo de los peligros y señalar lugares de abundancia, de buena caza, pesca y leña para hacer fuego.
Marcaban lugares de reverencia, territorio sagrado.
Refugio, calor, luz en medio de la tempestad.
Esta historia viene a mi mente porque, hace poco participé como voluntaria en una sesión sobre el duelo.
Esta vez yo pertenecía al panel, pero hasta no hace mucho, yo era una de las participantes. Frágil e indefensa, como que quienes nos acompañaban esa tarde de sábado. Perdida y sin esperanza en un lugar oscuro y helado.
Como bien dijo Alphonse de Lamartine: “A veces, cuando nos falta una sola persona, el mundo entero nos parece despoblado.
Pero allí estábamos, en la biblioteca de la comunidad, esta vez yo, honrada de ser parte de esas personas que una vez construyeron para mí un Inukshuk.
Esa roca hecha de generosidad, de solidaridad, que nos recuerda que no estamos solos. Algo muy parecido a la esperanza, esa que uno creía desaparecida.
Hace poco recibí mi insignia de cinco años como voluntaria de “Grief Support” junto a un pin que dice:
Kindness is everything. (La bondad lo es todo, lo traduciría yo).
Guardo ese prendedor como un tesoro.