Nos quedamos callados, ya no había nada de qué hablar, se habían agotado todos nuestros argumentos, ella en contra y yo a favor. Ella muy racional, yo, muy emocional. Nos miramos a los ojos quizás por última vez. Mientras nos tomábamos de las manos nuestros ojos se colmaron de lágrimas y lloramos en silencio. Mis pensamientos se llenaron de recuerdos, los de ella intuyo que también, iguales a los míos, buenos y gratos recuerdos. De eso vivíamos, de recuerdos. La vida nos trajo hasta aquí después de transitar cada uno por otros caminos. Coincidimos nuevamente en otra ciudad cuando menos lo esperábamos, aunque yo siempre guardé la esperanza de volver a verla en cualquier momento de mi sola existencia, no importa dónde estuviera, así fuera en un supermercado, un avión o el cementerio de cualquier ciudad; buscaba en vano por entre la gente su rostro. Esta vez no la buscaba. Era otro domingo de soledad, salí de mi refugio a comprar el vicio que adquirí en mi adolescencia de leer el periódico todos los días y fue cuando la vi, venía hacia mí, al verme se sorprendió. Apuramos el paso y nos reencontramos. Dios, qué dicha, qué placer tenerla nuevamente en mis brazos después de tantos meses. Intenté besarla, sutilmente pegó su cara a la mía escondiendo sus labios, y estuvimos así muchos segundos o minutos; nos soltamos, miramos, sonreímos y abrazamos nuevamente; al fin nos separamos y tomados de la mano entramos a la cafetería donde más nunca, lo juro, voy a volver. Le pedí su late de vainilla y yo mi capuchino. Ambos sonreímos con los recuerdos que esas infusiones nos trajeron a la mente.
Nos conocimos por casualidad en una actividad profesional, nos hicimos amigos primero, por supuesto, y luego novios, pero solo nos veíamos si coincidíamos en algún evento. Vivíamos en ciudades distintas y lejanas una de otra. Cada encuentro lo disfrutamos a plenitud, conversábamos de todas las cosas, de música, de libros, leíamos juntos, íbamos al cine, reíamos, bailábamos, caminábamos tomados de las manos, comíamos y dormíamos juntos. Habíamos acordado tomarnos una semana para los dos, sin importar la duración del evento en donde coincidiéramos. Siete días para nosotros. Éramos felices. Después que cada uno volvía a su rutina, yo seguía disfrutando al evocar los acontecimientos del último encuentro. Ahora me arrepiento de no haber sido más valiente y decidido para proponerle matrimonio, ya era demasiado tarde. Se ha casado.