Las personas son como las cebollas, con infinitas capas y un interior que pocas veces se conoce sino por temporadas, cuando muestran aspectos distintos que pueden hacerlas parecer bellas, profundas o interesantes.
Antes, las cebollas sólo me llamaban la atención como acompañantes básicos de los perros calientes y ensaladas. Nunca dejó de fastidiarme su olor inigualable.
Pero ahora que las conozco, me fascinan por la capacidad que tienen de sobrevivir aún en las peores condiciones simplemente por medio del engaño. Fingen que se mueren, sueltan todas las hojas, que se secan irremediablemente y cuando al parecer la planta ha desaparecido, su bulbo sigue alimentándose y creciendo debajo de la superficie, en la tierra durante meses hasta volver a convertirse en una planta grande y lozana.
Si las personas fuéramos iguales, el tiempo de la adolescencia y madurez serían los más espectaculares. Repentinamente, después de los cuarenta o algo así, desapareceríamos. Sin hablar, reír ni jugar con el teléfono, en estado de hibernación, nos iríamos muriendo aparentemente, sin hablar, caminar, sonreír hasta quedar muertos y reducidos a una pelota de carne.
Y entonces, en una especie de cuarta temporada, reviviríamos, empezaríamos a crecer de nuevo desde adentro para repetir infancia, juventud y madurez, casi eternamente. Habría que tener muy mala suerte para que una infección, una herida u otra fatalidad nos destruyera durante la hibernación, si no, podríamos vivir una y otra vez por generaciones.
El proceso es natural, sólo que se produce únicamente en las células vegetales. Vaya usted a saber cuánto tiempo falta para que alguien invente cómo hacerlo en los humanos, en vez de conservarnos congelados a ver si revivimos en el siglo próximo.
Miren ustedes por dónde, las cebollas, como los tulipanes -otros bulbos- demuestran que la resurrección no es imposible. Nos gusta demasiado complicarnos, dando explicaciones religiosas y teológicas a procesos normales en nuestro mundo. Ocultos, pero normales.