Perdí una llave.
Una llave importante.
Entré en pánico y comencé una desesperada búsqueda.
Primero en los lugares más obvios, la cartera, los bolsillos, gavetas, repisas.
Intenté conseguir un repuesto, pero nada.
Respiré hondo y decidí emprender la búsqueda de manera más serena.
Lo peor que podría pasar sería tener que llamar a un cerrajero.
Invoqué mi nuevo mantra para este año: todo se resuelve.
Con tranquilidad, volví sobre mis pasos desde que empezó el día.
Fui deteniéndome en rincones, y mientras lo hacía, me encontré gratas sorpresas, como suele ocurrir, buscando algo, uno consigue otras cosas.
Y así fue.
Una postal, de puño y letra de mi mamá, Bariloche, 1977.
El Romancero Gitano de García Lorca, que me trajo el verso de… se apagaron los faroles y se encendieron los grillos…
Un cigarrillo sin encender del amor de mi vida, escondido en el fondo de una repisa, quizás de la época en que quiso, infructuosamente, dejar el vicio.
Por un momento me olvidé de la llave y me dejé llevar por el placer de la búsqueda.
Me llené las manos del polvo de los recuerdos.
Así apareció un zarcillo perdido, una moneda de Sudáfrica, una galletita en forma de hueso de mí gruñón pero amado perro Sancho, mi añorado escudero de cuatro patas.
De repente apareció la llave perdida, ahí estaba, riéndose, sobre la mesa de entrada. La verdad no sentí mayor alegría de encontrarme con mi llave y mi despiste.
La aventura de la búsqueda me había resultado mucho más fascinante que el hallazgo.
Ahí quedé, en el piso, pletórica, con las manos llenas de polvo, una vieja postal, un poema, un zarcillo, una moneda olorosa a baobabs, a leones y elefantes, mi perrito, un cigarrillo sin fumar, y esa otra llave.
Quizás la de la felicidad…