La maleta no llegó. Se quedó en un limbo entre Miami y Toronto. Llegué a casa de madrugada, agotada, sólo yo y mi derrotada humanidad. Ese otro paquete complejo y a veces mal amarrado.
Ese otro contenedor que llamamos cuerpo, físico o etéreo, terrenal o astral, pero que igual que las maletas, hay que trasladar de un lado a otro, arrastrar a veces, en carro, en taxi, en tren, en avión, en burro, a pie.
Pero como decimos en mi país “sarna con gusto no pica”.
Cuando uno viaja, sobre todo a ver a los hermanos después de una larga pandemia, se llega con el cuerpo cansado y los bolsillos vacíos, pero el corazón lleno. Con razón dicen que viajar es la única actividad donde uno gasta dinero para ser más rico.
Y todo esto de la maleta, que no llegó, me inspiró esta otra reflexión. Al final uno se va de este mundo sin equipaje, sólo el que uno lleva puesto, en el maletín del alma.
Ese otro recipiente intangible, infinito, mágico, como la cartera de Mary Poppins.
Una maleta llena, a reventar.
De amores, de ternuras, de bondad, de música, de poesía, de arte, de todas esas cosas que son el aliento y alimento del espíritu humano.
También de dolor, ese velo sagrado, ese tejido exquisito, que hay que doblar con cuidado y guardar en un compartimiento especial, a buen resguardo.
Una vez leí que “en un alma vacía no cabe nada, y en un alma llena cabe de todo”.
Mi equipaje está full.
Y mientras permanezca en este planeta, seguiré empacando.