Decidir, decidir, lo que se dice decidir, fue cuestión de algún momento entre la infancia y la preadolescencia, en un tiempo nebuloso, cuando entendí que lo que me gustaba realmente hacer todo el tiempo, era leer y escribir.
Más nada. Ni enseñar a otros, que ahora no me sale mal. Ni sacar cuentas toda la vida ¡Qué horror!. Menos limpiar, cuidar niños, curar, diseñar edificios…
Leer, leer, leer. Y escribir, escribir, escribir. Alargué lo que pude el momento de convertir eso en “como-me-ganaré-la-vida”, después de largas averiguaciones sobre lo que ganaba un escritor, cómo, etc. El resultado, era cero céntimos al mes. Yo era de clase media tirando a baja, dependiente hasta el momento de un sueldito de mi mamá. Ella estaba empeñada en que la siguiera, que fuese maestra de primaria y a mí, más de tres niños juntos me dan dentera.
Salí de bachillerato a los dieciséis y luego de haber completado mi investigación, encontré que la alternativa, mientras publicaba mis novelas, ensayos y cuentos, era ser periodista. En mi país, había educación pública universitaria gratuita y de calidad, amén de periódicos y revistas con muchos empleados ¡Eureka!
Me inscribí, y luego comuniqué la decisión. Grave error. Resulta que, para esa época, las actrices, las periodistas y casi hasta las enfermeras, si trabajaban en la calle, entraban en la categoría de putas. Mi madre lloró amargamente quince días. Entre sollozos, solamente decía “¿Qué van a decir las González?” (los vecinos del frente).
Como ni entonces ni ahora me importa en absoluto el parecer de nadie, y menos el de las González si se trata de mis asuntos, la dejé llorar teatral y diariamente hasta que se cansó. Yo seguí adelante, conseguí una beca, empecé a trabajar antes de graduarme. Me hice reportera de política. Fue la mejor decisión que he tomado, de lejos.