Todos los días hay que aprender cosas. Los niños lo tienen crudo. Caminar, hablar, leer y escribir. Pasar la primaria , etc. Menos mal que la cosa parece arreglarse cuando se trata de los teléfonos. Ya ver series, enviar “likes” y jugar al Roblox es menos complicado, pero se vuelve problemático cuando se pasan de rosca y la familia decide que hay que desengancharlos haciendo deporte, leyendo en libros de papel o forzándolos a hacer sus tareas a tiempo.
Todavía recuerdo uno de mis amigos, papá de un niñito de ocho años, que decidió aficionarlo a escalar montañas. Aquello fue épico. El niño se llevó un libro de cuentos a escondidas, a mitad de la escalada se negó a subir más y dijo que esperaba a todo el mundo leyendo. Bueno, en realidad el tiempo parece que le dio la razón. Hoy es profesor de literatura. Las pesas y las escaladas nunca estuvieron en su agenda.
Los mayores, tenemos una condena a bisabuelo terminal pendiente por parte de la familia y amigos si nos decidimos a quedarnos en el pasado definitivamente, es decir, si no entendemos los chistes y las alusiones que se hacen en tv o en videos , no podemos pagar on line los recibos de luz y agua o pongamos cara de “¿qué es eso?” a cada rato. Tenemos que decidirnos a meter el dedo en cuanto signo extraño haya en las computadoras y teléfonos inteligentes, acostumbrarnos a preguntar sin vergüenza cómo se hacen las cosas más sencillas, cómo poner la alarma de las casas o prender y apagar correctamente el horno de la cocina, no sea que vengan los vecinos a saber por qué el bicho chilla sin descanso. En mi caso han venido hasta los Mossos de Escuadra, es decir, la policía.
He decidido hacerme un horario de clases de novedades y apuntarme a cuanto video instructivo vea. No llegaré a influencer, pero tampoco me pasará como a mi amiga Carmen, que cuando llegaron las computadoras a los periódicos, escondió su máquina de escribir en una gaveta y lloró a mares cuando después de una semana se la quitaron y la vio partir.