Recuerdo pocas cosas tan paralizantes como una pelada de ojos de mi mamá, o uno de sus pellizcos torcidos, que dolían horrores.
Pero también tengo fija en mi memoria de los seis años a mi mamá meciéndome en la hamaca de la playa mientras surtían efecto las gotas para la otitis, o cuidando hasta del último detalle para que mi piñata de los Picapiedras fuera inolvidable.
Eso era ella, así eran las mamás, y dándonos cuenta o no, eso terminamos siendo nosotras. A veces con nuestros propios hijos, con los sobrinos también.
Como todas las mamás, la mía era todopoderosa: no había nada de lo que no fuera capaz de hacer, o que no supiera, o que no resolviera, y por eso recuerdo a la mamá de mi infancia como una diosa, y como tal dueña de amor a toda prueba y de iras divinas también.
Más adelante, me tocó cuestionarla. Tuvimos serios encontronazos y lloramos mucho la una por la otra.
Pero el tiempo fue pasando y más tranquila ella, más madura yo, nos empezamos a ver de otra manera, hasta que se hizo muy, muy viejita y cambiamos los papeles, al extremo de que cuando le preguntaba: “¿Lulucita, yo soy tu mamá o tu hija?”, me respondía categórica: “¡Mi mamá!”
De todo este proceso, lo más importante fue cómo, a pesar de la evolución de ella como mamá y de la mía como hija, el tiempo reacomodó las cargas, y de todopoderosa Lulucita pasó a ser simplemente humana, mis maneras de ver de desvaríos pasaron a tener validez, y poco a poco nos fuimos entendiendo en otros términos, aceptando sin más lo que nos sobraba y nos faltaba, siempre dentro de un amor profundo de una por la otra.
El otro día, recordándola con Cecilia, le dije que definitivamente Lulucita había sido un ser muy especial.
“Tú también eres un ser muy especial”, me respondió. Yo simplemente cerré los ojos, saboreé la frase y sentí que mi Ceci y yo habíamos llegado al día de entendernos de otra manera. Sin duda, ése ha sido uno de mis mejores momentos.