En este país no te puedes sentar a descansar apaciblemente en ninguna parte. Parece imposible lograr algo tan sencillo: sentarse quietecito a mirar, sin ninguna molestia, el paisaje urbano.
Pero hay lugares en donde sentarse equivale a una experiencia casi paranormal, o en donde definitivamente no te puedes encontrar ni contigo mismo.
Un día cualquiera me senté en la plaza Bolívar y me sentí como se debe sentir todo el que se sienta allí: rodeado de poder y sin ningún poder. Frustrado y sin poder frustrar a nadie. Las palomas, que evidentemente no saben que Bolívar es el Libertador, lo cagan, cariñosamente, pero lo cagan. Y los niños que la gente lleva a la plaza para que se distraigan, con su amor desinteresado y sus ganas interminables de jugar, dan comida a las palomitas y las persiguen.
Me senté en la plaza Bolívar, con ganas de mirar todo, sin que me notaran, mientras se me deshinchaban los pies. Pero se apareció un predicador. Uno de esos predicadores que se aprenden un caletre y que lo repiten hasta el cansancio.
Decidí marcharme. Caminé hacia la estación Capitolio. Al pasar frente al Capitolio sentí miedo, porque la multitud estaba como vigilándose. Unos hombres desaforados gritaban “¡oro, oro!” cual gambusinos, garimpeiros, mineros que recién han descubierto una mina. Y aquel torrente de pobreza pasando por un lado y por el otro.
Avancé hasta el Metro para buscar un lugar donde pudiera sentarme tranquilo a ver la ciudad. Pero la verdad es que la ciudad no se queda tranquila jamás. Me bajé en Sabana Grande y me instalé en un café. Y en ese momento llegó a la mesa de al lado un compadre de mi juventud, un hombre de cuya primera hija fui el padrino.
-¡Compadre! – grité emocionado porque habían pasado más de veinte años sin vernos.
El hombre volteó, me escudriñó desde el pasado y se fue a toda prisa. Estuvo a punto de tumbarle el tablero a unos jugadores de ajedrez. En el momento en que cruzaba hacia la acera, por allá lejos, vi que su brazo izquierdo sostenía una caja de limpiar zapatos. Era como una pequeña urna.
Y yo me quedé abismado, con los zapatos vueltos mugre.