En esta época del año es normal que los bolsillos se encuentren golpeados, es decir medio vacíos.
Son tiempos de generosidad e indulgencias, como debe ser.
Pero en este caso, los bolsillos de mi abrigo de invierno estaban literalmente, rotos.
Por un momento quise sucumbir al consumismo y salir a comprarme uno nuevo, pero no lo hice, eso iría en contra de mis principios y de la memoria de mi madre, artista de la aguja y el dedal.
Así que decidí coserlos yo misma.
Estaba segura de que en mi casa existía ese mítico objeto: el costurero.
En mi caso, una pieza más inútil que cenicero en motocicleta.
Pero lo encontré, allí estaba, con sus compartimientos llenos de hilos, agujas, alfileres, dedales y otros elementos desconocidos.
Con más torpeza que destreza y este par de ojos que ha de comerse la computadora, comencé a dar puntadas.
Honrar la memoria de mi madre resultó ser una actividad muy relajante, casi una meditación trascendental.
Me entretuve un buen rato y mientras cosía, me pregunté a mí misma ¿qué otra cosa a mi alrededor, etérea o material, necesitaría remiendos?
Vinieron a mi mente algunos ejemplos según sus distintas naturalezas: la bata rosada, ese huequito oculto de las inseguridades; el suéter blanco, la tronera de los temores; el cojín de la sala, un viejo rencorcillo…
Huecos por donde se escapa la belleza y la vitalidad.
Entonces, tomé aguja e hilo de plata (el dedal no sé ni en que dedo ponerlo) y me propuse remendar los descosidos, de mi casa y de mi vida.
Antes de guardar mi costurero, que ahora aprecio más que nunca, decidí probarme otra chaqueta a ver si tenía algún bolsillo roto y, al contrario, en esta me encontré un billete de $20 y una piedrita, seguramente mágica.
Y es que creo que, hasta la suerte cambia cuando uno se decide a hacer remiendos…