Me vi en la antesala de una prisión. Yo con diez años usaría traje rayado y un número fatídico, pensé.
Era la temporada en que el colegio realizaba su tradicional tómbola (sorteo) en provecho de misiones católicas. En el evento se exhibían pocos objetos atractivos. Desilusión. Con los tiques comprados, mis compañeras y yo obteníamos baratijas y golosinas. Mi amiga Pat se había enamorado de un cisne hermoso. Yo quería que ella se lo ganara, sí o sí, contra todo pronóstico. Nos asentamos en el patio a respirar o tramar una salida, un delito.
Ambas tuvimos la brillante idea, con escasos años, de falsificar el número del cisne a un tique que teníamos de otro sorteo. Procedimos. Dibujé el número anhelado del cisne con pulso tembloroso. Al entregar el cotizado tique, muy lejos de entregarnos el cisne maravilloso, se armó la pesadilla previa a la prisión. La hermana Mar, mi maestra, cotejó los libros de matemática para identificar la curva de nuestros números e identificar a la malhechora. Raspando mi garganta deslicé un y…yo lo he escrito, her-mana. Ella, tan católica como yo, no creía que una integrante de las familias más numerosas y respetadas del cole fuera la falsificadora. Entre barullo y ataques nerviosos, pedimos perdón.
De vuelta a casa, desnudé mi alma y le confesé a mi padre el delito. Alcanzó muerto de tristeza a expresar que prefería mi mano quemada a verme delincuente. Me consoló, y yo lo abracé con todas mis fuerzas por encima de mis lágrimas.
Al recibir mi libreta de calificaciones, miré una «C» redonda en conducta y en la línea contigua el filtro caligrafiado de un tatuaje que se estampó en mi alma con el paso del tiempo: «Reflexiona antes de obrar, Carmen».