Nada parecía ser real, los amigos, las mujeres, el orgasmo, todo era represenación. Las calles, el banco, el cajero del banco, no eran más que escenario y representación. Sólo le quedaba ser actor, pero ¿cómo representar la reprentación? Sólo podía imprimir en su rostro la expresión desolada de quien no encuentra ningún personaje debajo del papel, como un niño decepcionado cuando se da cuenta de que la caja de regalo que recibió está vacía.
Papel, papel, siempre papel. ¿Habría textos no escritos previamente?
El desconcierto lo convirtió en un gran actor. No necesitaba su cuerpo, que había quedado atrás y se volvió obeso, no necesitaba memorizar los parlamentos, porque lo que decía no importaba. La conmoción de su rostro desolado y sus murmullos hirviendo eran muy elocuentes.
Sus ojos finalmente se cerraron. Horror, horror, fueron sus últimas palabras. Su rostro desolado, en eterno retorno, habita ahora antologías.
El horror, el horror.