ler em português
read it in English
Tuve la dicha, la suerte y el placer de estudiar en el Colegio San Ignacio de Loyola en Caracas. No solo eso, sino también ser miembro de la Banda del Colegio. Esta institución tenía una estructura casi militar y, al final de cada curso, teníamos el acto de ascensos y condecoraciones.
Corría el año 1981 y llegó el día del acto. Todos mis compañeros de curso, excepto yo, recibieron alguna condecoración o fueron ascendidos, o ambas cosas. Creo que pasé por todas las etapas de duelo, pero terminé aceptando que tal vez no había tenido el mejor desempeño ni dado lo mejor de mí.
Entre las cosas que decidí mejorar estaban mis interacciones sociales con los demás miembros de la banda. Así que me acerqué a nuestro nuevo y flamante jefe, Luis Dáger, y jovialmente le dije que por qué no organizábamos una parrillada de la Banda en su casa. Luis de inmediato me contestó: “Rubén, si tú la organizas, yo pongo la casa”. Admito que su respuesta me sorprendió y me dejó frío, pero le dije de inmediato, “sí, yo la organizo”.
Y así fue. Escogimos el día, imprimí circulares de invitación, recolecté dinero, compré todo -carne, chorizos, yuca, guasacaca, ensalada, refrescos, hielo y utensilios- y organicé todo en el jardín de la casa de los Dáger. A las tres de la tarde, los miembros de la banda fueron llegando, y pasamos una tarde “mundial”. Me sentí “en la cima del cielo”, como dice la canción.
Este fue un momento clave en mi vida. Aprendí a analizar mis fallas (no me ascendieron ni condecoraron y fue por algo), a ser proactivo (me acerqué con una idea al jefe), alguien me dio una oportunidad (todavía le doy gracias a Luis por esa oportunidad) y yo corrí e hice lo mejor de ella, fortaleciendo mi autoestima. Fue toda una lección de crecimiento personal que aún hoy me acompaña y el mensaje de este cuento.