El verso más impresionante de Rimbaud debería ser este:
“¡Ha reaparecido! ¿Qué? La eternidad”
No creo que sea necesario un comentario al respecto, pero ese solo verso podría llenar bibliotecas completas, si alguien se dedicara a escribir en torno a lo que quiere expresar y a lo que sencillamente dice.
En Oda a una urna griega, John Keats escribió un verso inolvidable: “Si es dulce el canto oído, el no escuchado lo es más aún”.
Su significado varía de acuerdo a quien lo lea, como todo. Pero siempre se puede especular que el canto no escuchado es más dulce porque requiere de una sensibilidad especial para oírlo.
Emily Dickinson, viendo en un cementerio las cenizas de muchos fallecidos, logró unos versos de contundente sencillez: “Este callado Polvo fue Damas y Caballeros”.
Ver las cenizas de los seres humanos y crear ese verso equivale a un sentir y a un pensar que revela uno de los dones enriquecedores de la poesía. Damas y caballeros que rieron, amaron, lloraron, vivieron, soñaron, ahora son cenizas. No se trata de simples cenizas. Es un polvo callado que sin embargo expresa profundidades. No es un callado polvo que fue hombres y mujeres. Si no un callado polvo que fue “Damas y Caballeros”. Así con las mayúsculas que ella usaba.
Walt Whitman, elevado por encima del cielo de Long Island, sintió y cantó:
“Ya he dicho que el alma no vale más que el cuerpo,
Y he dicho que el cuerpo no vale más que el alma,
Y que nada, ni Dios, es más grande para uno que uno mismo,
Que aquel que camina sin amor una legua siquiera, camina amortajado hacia su propio funeral”.
De Anna Ajmátova hay mucho para recordar, pero este portal que da paso a sus poemas, es inolvidable y no requiere explicación: “En los espantosos años del terror yezoviano me pasé diecisiete meses aguardando en una fila, ante el umbral de la prisión de Leningrado. Cierto día, alguien me identificó en la muchedumbre. Detrás de mí se hallaba una mujer, con los labios azules de frío, que, es claro, nunca antes me había oído llamar por mi nombre. Entonces salió del entumecimiento común y me preguntó en un susurro (allí todo mundo susurraba):
—¿Puede describir esto?
Y le contesté:
—Puedo.
Una especie de sonrisa cruzó fugazmente por lo que
alguna vez había sido su rostro”.