Cuando en mi casa mi mamá, mi abuela o mis tías querían comentar sobre la belleza de alguien, siempre decían: “Parece un/a artista de cine”.
Y no les faltaba razón, porque los actores y actrices de cine eran sin más maravillosos. Ropa, peinado, escenario, luz, maquillaje, todo contribuía a que alguien ya de por sí agraciado se convirtiera en eso, en una estrella.
Parecían del Olimpo. Bellos, ricos, con la felicidad a punto de estallar. En fin, copias relucientes y fidedignas de nuestras fantasías. Esto fue particularmente notorio en épocas como la de la Depresión, donde la gente se volcaba a las salas de cine a soñar, no a ver más de lo que dolorosamente pasaba del lado de afuera. De esto nos ocupamos otro día.
A lo que iba era a que no sabría decir a partir de qué momento el cine bajó al mundo de los mortales y comenzó a parecerse a nosotros, ni creo que tampoco haya sido de un momento para otro, pero de repente aquellos seres impecables se fueron mimetizando. No solamente porque ya no son tan bellos así, sino porque comenzaron a tener problemas de dinero, de pareja, de hijos difíciles.
La lista se pierde de vista, pero así por encima pensemos en lo que va de Audrey Hepburn, absolutamente maravillosa, a Toni Collete, a quien falta poco para olerle el sudor. O entre Marlon Brando, perfecto y Danny Devito, feo y con ropa barata.
En el caso de la Hepburn y Toni Sheryl pasaron cuarenta y cinco años…
Sin darnos cuenta el glamour se fue derritiendo y nuestra veneración irreductible pasó a algo más parecido a la identificación de los personajes con nuestras propias cotidianidades.
Parecería que ya no hace falta ser, o que te conviertan en, un ser despampanante para agotar las taquillas. ¿Cosas del talento, tal vez?
Puede ser. Aunque cuando se aparecen Daniel Craig en su inolvidable 007, o Emma Watson, y eso para meternos nada más que con dos ingleses, pues nada, allá nos vamos… No ve que los abuelos ahora somos nosotros?