
Recuerdo mi vida como si fuera de otra persona. Lo que llamaban alegría, tristeza, amor, venganza, sensatez, arrepentimiento y otras palabras, aquí donde estoy de nada sirven. El sentido de todo eso era extraño.
Me duele la ausencia de personas que me gustaron y por voluntad ajena o propia dejé de ver. Asistir al alejamiento de quien una vez apreciara me dejó con añoranza de entender. Tal vez con un placer no confesado, en todas partes me sentí como un extra, un accesorio, un jarrón de flores plastificadas, cubiertas de polvo, entre actores que sabían lo que de ellos se esperaba en el papel que habían elegido interpretar o al que se habían encajado. Recuerdo, cuando era niño, oír un catálogo de reglas y prejuicios y de verme obligado a escuchar hablar imbecilidades, tan a menudo disfrazadas de virtud. Durante la adolescencia, esa fase del viaje en que la niebla parece velar el sol de todos los caminos que de lejos nos llaman, me sentí ausente, olvidado de mí mismo. Más tarde, al viajar por una Asia que no conocí, me tatué el alma del silencio como otros se tatúan el cuerpo para lucirlo. Todo me causó extrañamiento. Regresé carente de ilusiones. Con los morrales llenos de tiempo gastado, me dispuse a olvidarme de mí mismo en el sendero que toman los demás, sin demorar a comprender que nuevamente me había equivocado de camino. No me sentí solo, en muchos otros rostros vi el mismo despropósito. Fueron tantas las veces que escuché que era necesario darle un sentido a eso que llamaban vida que me quedé definitivamente sordo.
¿Sería yo un emigrante de otro mundo que ni siquiera puede ser encontrado en su propio dolor?[1]
[1] Inspirado en el poema “Como eu não Possuo”, de Mário de Sá Carneiro. “Serei um emigrado doutro mundo/ Que nem na minha dor posso encontrar-me?…”

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