Yo tenía 18 años cuando me fui de Colombia a Venezuela porque la Universidad Nacional de Barranquilla, donde esperaba estudiar Derecho, estaba en paro indefinido. Mi madre, Ana, decidió, entonces, que me fuera a Caracas, donde estaría esperándome José Luis, uno de mis hermanos mayores, que había emigrado dos años antes.
Estudiar Derecho en Venezuela era toda una novedad que no había asimilado cuando, sin anestesia ni largas despedidas, mi madre me echó la bendición, me dio un abrazo y cuando reaccioné me vi montada en un autobús repleto de gente pobre y ruidosa que emprendía una larga y accidentada travesía hacia la tierra de los venecos, donde esperaban conseguir lo que la suya les había negado.
Pero como dice la canción de Pacho Galán, uno de los músicos colombianos preferidos de mi padre, “el camino era culebrero” y para mí absolutamente desconocido.
Tomada por sorpresa apenas reparé en los paisajes de ensueño que se nos atravesaban a medida que el autobús dejaba atrás el verdor del Parque Tayrona, el azul nítido de las aguas del Caribe, el perfil grandioso de la Sierra Nevada de Santa Marta divisado desde la distancia y luego, ya más adelante, acercándonos a la raya limítrofe, el reflejo ardiente de los desérticos arenales de la Goajira.
: ¿es cierto que los venezolanos, como decían nuestros vecinos del barrio Las Delicias, eran unos flojos, unos burros con plata, mayameros patanes, nuevos ricos que iban por el mundo derrochando dólares y mal gusto, un político corrupto ataviado con flux de poliéster bebiendo Buchanans 18 con Coca Cola, los peores futbolistas del mundo, el terror represivo de la Guardia Nacional, unos inútiles incapaces de recoger el café, enderezar un carro chocado o aprender el castellano sin el brazo y la mente providenciales del paisa arrollador, del laborioso campesino bumangués o de un rolo enchalecado de exacta dicción?.
Todo eso pasaba por mi mente a la vez que me preguntaba si los profesores venezolanos tendrían la misma calidad académica de sus colegas colombianos.
Ya dejando atrás Maicao y muy cerca del retén de Paraguachón, la última población colombiana, a diez kilómetros de la raya limítrofe, volví a la realidad. Un señor, vecino en los asientos del autobús, me dijo que me preparara para afrontar a la Guardia Nacional en la alcabala de Guarero. Estamos en el reino del contrabando, me advirtió el hombre, un cincuentón de Cartagena, que trabajaba de latonero en Caracas y regresaba luego de dos semanas de vacaciones. Por aquí, por la carretera pavimentada, me dijo, pasan los colombianos con papeles en regla, quienes no los tienen se aventuran por las trochas (hay más de 200) por donde pasa el contrabando de gasolina, de víveres, licores y drogas. Si usted no tiene los papeles debió haber ido por una trocha. Puede que no la revisen ni le pidan papeles o puede que sí, pero prepárese para pasar un mal rato, me dijo el hombre, cuya información me desató los nervios, al punto de que no pude dormir más.
Era medianoche cuando por fin arribamos a Guarero, donde las autoridades venezolanas realizan el control migratorio y aduanero. En medio de la oscuridad aparecieron dos guardias somnolientos que entraron al autobús y luego de una somera mirada, nos dieron la señal: “siga”. Lo había logrado. Estaba en Venezuela.