Caminaba por una acera del centro de Oporto al encuentro de un poeta amigo. La acera era de esas que de tan estrechas mal cabe una persona caminando y uno prefiere hacerlo contra la pared para evitar los coches. No era como para dejarme llevar por mis pensamientos, pero en eso estaba cuando de pronto me encontré con la mirada de una mujer que solo revolvía con el tenedor su plato de arroz mientras hacía que oía una vez más la perorata del compañero a la mesa.
Porque la acera era muy estrecha y su mesa era contra la ventana del restorán, sólo unos palmos separaban mis ojos de los suyos. Pero me bastó ese instante para entender a esa mujer y ambos desviamos la mirada, como que reconociendo que esa intimidad nos era prohibida.
Aún sobrecogido por la experiencia la compartí con mi amigo a poco de encontrarle, agregándole:
–“Te das cuenta? ¡La entendí, y nunca más la encontraré!”
–“Mejor así”, dijo él, “porque la fantasía es siempre mejor que la realidad”.