Cuando era chiquita, mi primo Jóse y yo pasábamos horas jugando cartas, y a veces hasta peleando caso surgiese una eventual trampa.
Visto desde lejos, ese juego tenía dos características: terminábamos una partida y sin solución de continuidad la empatábamos con la siguiente, y mientras barajábamos las cartas comentábamos lo que hasta ese minuto era secreto de tumba. “Yo estaba esperando el cinco de corazones para completar el trío”, o “¿tú tenías guardado el rey de espadas?”.
Esa mecánica de repetir y comentar cada jugada se volvería a instalar más tarde en mi vida, cuando me volví periodista. Preparábamos la edición, cargada de secretos hasta su publicación, y al día siguiente la comentábamos poco antes de meter las manos en la masa para la próxima.
Pues bien, ahora que estamos en enero se me ocurre que es, ni más ni menos, la misma cosa: cerramos el año, recogemos los adornos, nos terminamos los retallones de las cenas opíparas de estos días, comentamos sobre el ahora “año pasado” y nos adaptamos al que comienza.
Hay quien hace planes esperanzadores y quienes navegan por las aguas de la melancolía. Ambos sentimientos son verdaderos, pero después se pasan. De lo contrario, habría doce primeros de año para repetir la misma ronda. ¿Se imaginan lo complicado que sería?