Al parecer soy un autor inadvertido (hasta para mí mismo) de máximas útiles para la vida. Muchos se me acercan para decirme que mis palabras se les quedaron grabadas y que no puedo saber cuánto bien les hicieron.
¡Cómo quisiera recordar qué les dije!
Otro reto personal que confieso me encanta, es hablar con alguien que ya me ha sido presentado y recordar de dónde fue que lo conocí del contexto de lo que estamos conversando. Es para mí todo un desafío que mi amable interlocutor no se dé cuenta que no tengo la más peregrina idea de dónde o cuándo lo conozco.
Contaban que un viejo político venezolano se repetía tres veces el nombre de la persona que le era presentada mientras le daba la mano y lo miraba fijamente a los ojos. Pero este es un lujo que sólo los que tienen una figura altamente conocida pueden darse.
Los simples mortales nos esforzamos en articular frases que parezcan inteligentes, buscando captar la atención del otro, perdiendo así la oportunidad de emplear el método del hábil político. Huelga decir que el hecho de poder nombrar a alguien poco conocido por su nombre de pila debió ser sin duda uno de las características más recordadas del personaje.
Hay conversaciones que quedan truncadas muchas veces por lo agrio del tópico, otras tantas porque el hilo se va por otros derroteros y, a menos que uno sea muy estructurado o nos interese llegar hasta el final, es posible que queden en el aire, perdidas en las cabezas de los dialogantes.
Y es ahí donde puede quedar la parte más delicada de las conversaciones, sobre todo si se trata de un tema espinoso, ya que en cada cabeza el diálogo puede irse desarrollando irrealmente, como el chiste aquel en el que el protagonista soltaba un desplante al abrírsele la puerta, luego de pasar tiempo imaginando respuestas negativas de su pobre interlocutor.
Nos pasa una y otra vez que esas conversaciones que no se tienen sino en nuestra cabeza pueden ser más peligrosas que las verdaderas.