Gente que Cuenta

Mirar más allá del ombligo –  Felipe González Roa

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…la integración de una comunidad que, en el respeto de la diversidad y de la pluralidad de ideas, no asuma a los “diferentes” como contrarios, mucho menos como enemigos.

“Lo que podríamos estar presenciando no sólo es el fin de la guerra fría, o la culminación de un período específico de la historia de posguerra, sino el fin de la historia humana como tal: esto es, el punto final de la evolución ideológica de la humanidad y la universalización de la democracia liberal occidental como la forma final de gobierno humano”.

De esta forma, hace ya 32 años, en un ensayo aparecido en la revista The National Interest, el politólogo estadounidense Francis Fukuyama planteaba lo que en ese momento parecía una provocadora tesis, la cual profundizó y desarrolló con más detalle en 1992, con la publicación del libro El fin de la historia y el último hombre.

Por supuesto, hay que situar en su contexto la argumentación expuesta por el pensador. Se sentían los vientos del cambio provenientes de Europa oriental, el colapso del bloque comunista ilustrado con la caída del Muro del Berlín y la posterior reunificación alemana, y después con la desintegración de la Unión Soviética. Era el fin del comunismo. El triunfo de la democracia.

La década de 1990 puede calificarse como una era de optimismo. El todopoderoso Estados Unidos, flamante triunfador de la guerra fría, se sentía con la fuerza necesaria para promover las democracias en todos los rincones del mundo, a la par de un modelo económico que propiciara el libre mercado y el capitalismo.

Más que el derrumbe del comunismo como modelo político, en sus reflexiones Fukuyama quería rescatar la victoria de la democracia liberal, aunque en ese momento fuese sólo como idea. “El liberalismo ha triunfado fundamentalmente en la esfera de las ideas y de la conciencia, y su victoria todavía es incompleta en el mundo real o material. Pero hay razones importantes para creer que este es el ideal que ‘a la larga’ se impondrá en el mundo material”, sostenía en el ensayo publicado en The National Interest.

Tres décadas después, el panorama no luce tan brillante. El optimismo ha dado paso a la incertidumbre y al temor, a las dudas en torno a la vigencia del modelo democrático liberal. El propio Fukuyama, en una entrevista concedida en el 2019 a Amanda Mars, y publicada en el diario español El País, manifestó su desazón. “Me sorprendió el auge de estos movimientos populistas en democracias consolidadas. Son un riesgo para el sistema liberal democrático que hemos creado. Es un fenómeno global, alejado de la agenda del siglo XX, pasa de la lucha sobre asuntos económicos a una más basada en la identidad. Es un movimiento preocupante, en el que los políticos usan su legitimidad democrática para atacar las partes liberales del sistema, como la Constitución, las instituciones…”.

La democracia liberal se basa sobre el reconocimiento de las libertades individuales, por lo que necesita de ciudadanos que conozcan sus derechos y que sean capaces de exigir su cumplimiento; pero también necesita del desarrollo de una estructura institucional-constitucional que establezca mecanismos de actuación de los poderes públicos y, sobre todo, que limiten y controlen el ejercicio del poder. De esta forma se logra un equilibrio en el que se garantiza el respeto de las personas y su armónica integración en la comunidad.

Hoy avanzan los autoritarismos y las democracias se tambalean. Y ya no se trata solo de aquellas sociedades que eran tildadas de carecer de una “tradición democrática”, sino que incluso la amenaza aparece patente en países que se consideran la cuna de la democracia, en Estados Unidos y en Europa occidental.

¿Qué fue, entonces, lo que pasó para que treinta años después se pasara del tal vez naif optimismo a un escenario tan lúgubre y desolador?

Muchos son los factores que pueden ser sopesados en esta reflexión. Tal vez el más acuciante es la necesaria inclusión de todos aquellos que se consideran excluidos, la integración de una comunidad que, en el respeto de la diversidad y de la pluralidad de ideas, no asuma a los “diferentes” como contrarios, mucho menos como enemigos. La fragmentación de la comunidad es la que ha impulsado el derrumbe de la democracia y el auge de los autoritarismos.

Y en este tema la comunicación es un elemento fundamental, pero una comunicación que se entienda como herramienta en la búsqueda de entendimiento, y unos medios de comunicación que se reconozcan como espacios para propiciar ese encuentro.

Cuando se habla sobre una comunicación orientada al entendimiento no se pretende proponer un mundo donde ha finalizado el conflicto. Al contrario, el entendimiento explora formas de promover soluciones para ese conflicto, aunque solo sea para después pensar en el siguiente. Allí debe estar la esencia del debate, y allí deben centrar sus miras los medios de comunicación, pero no para avivar las llamas del desencuentro sino para poner las condiciones para mantener siempre latente el interés por el diálogo.

¿Puede ser hoy el espacio público digital ese lugar de encuentro? Por supuesto que puede serlo, pero para eso hay que avanzar hacia un camino distinto al de la fragmentación. Con un espacio público prêt-à-porter, donde todos difícilmente miran más allá del ombligo (del propio) es prácticamente imposible construir ese encuentro. Así, la democracia no triunfará y, el final de esta historia, estará marcado por una nueva era de autoritarismos.

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Felipe González Roa es periodista, con 17 años de experiencia en la cobertura de la fuente judicial y de derechos humanos. Escribió para periódicos como El Universal, Notitarde de Carabobo y El Tiempo de Puerto La Cruz. Es especialista en Opinión Pública y Comunicación Política, y actualmente es director de la Escuela de Comunicación Social de la Universidad Monteávila
Jfelipegr@gmail.com

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