En el año de 1937, Alemania se hallaba en el pináculo de su recuperación económica y militar. El año anterior, se habían organizado en ese país unas brillantes olimpíadas que habían demostrado al mundo los adelantos técnicos y sociales del Nacional Socialismo y los visitantes que habían asistido a esas olimpíadas se encontraron con un país que orgulloso de su destino mostraba orden, progreso y disciplina en todos sus aspectos.

La economía se encontraba floreciente y el pueblo alemán apoyaba en forma irrestricta al régimen que, aparentemente, había logrado todo esto. No era de extrañar que Adolfo Hitler, canciller de Alemania se encontrase aquella mañana del lunes 3 de mayo de 1937 en excelente humor. Su estrella, que había iniciado un brillante ascenso alguno años antes, refulgía intensamente no sólo en los cielos de Alemania sino de toda Europa.
El futuro sólo prometía triunfos y conquistas, grandeza y gloria para el Tercer Reich que habría de durar 1000 años.
