Tu presencia hace que mis días sean menos amargos. No puedo resistir la felicidad momentánea de tu contacto. Eres tan agradable que te busco, siempre con ese deseo secreto de poder saciar mi insumisa satisfacción. En silencio anticipo el placer de tu compañía y me entrego. Acariciándote con mis ojos, siento que vigorizas mi sangre y le das sol a mis sensaciones. Todos tus disfraces me seducen. Todas tus formas son mías. A veces, un sonido indomable de felicidad abre la jaula de la garganta y suelta onomatopeyas de inefable éxtasis.
Sé que me entiendes y te entregas como un regalo venido de no sé dónde. Como no quiero que sufras con la humedad de la casa, te protejo en la latita con tu nombre escrito (regalo que trajo la tía Julia de su viaje a Inglaterra).
Seguro que no pides nada y me das todo, todas las mañanas me aseguro de ponerte en el estante superior del armario. De ninguna manera quiero compartirte con ese terco reguero de hormigas que invade mi cocina sin permiso. No siempre sé si me amas, no importa. Eso es suficiente para mí.