Asombrada con una esplendorosa luna, vi el instante decisivo de las tortugas marinas en tierra. Sabía que juegan a tierra, mar; tierra, mar. No aludo a canciones infantiles, sino a ciclos de vida. Ellas eclosionan en tierra, retornan al agua, se repatrian a tierra a desovar y regresan al mar. Los machos jamás reculan a tierra.
Majestuosamente, contemplé sus pasos fijos y aleteos lentos como quien esparce la arena. Recorrieron escasos metros. Apuntaron el terreno para el decisivo desove. Las miré agotadas. Fueron decenas y decenas.
Muchos veraneantes infructíferos desoyeron toda prudencia. En instantes previos al momento más crucial, las retrataron creyéndose paparazis, prendieron centenares de linternas apuntando sus ojos, permitieron que niños las cogieran e intentaran pintar sus caparazones. Es más, les obstaculizaron el paso. Ellas, con prisa, ¡paf!, ¡paf!, se posicionaron del terreno para maternizar.
Fatigadas se detuvieron, cavaron hoyos con sus aletas traseras. Listas, desovaron. ¡Espectáculo inolvidable! Los huevos fértiles con los líquidos se intercalaron con tenues ¡clic, clic! bajo la arena húmeda. Finalmente, la emparejaron. Se cree que lloran, el secreto es que excretan agua salada. Volvieron al mar. Al paso de semanas, sus huevos redondos eclosionaron.
En el ínterin, algunos pobladores, no doctorados, recogen los huevos de algunos hoyos y los acercan a sus terrenos bajo condiciones extremas para la incubación sin obstáculos.
A las semanas, no pudimos verlos, imaginamos que los pequeñines salieron en expedito vuelo a la orilla; jóvenes preferirán arrecifes. En la punta costera y chapoteando, de seguro, las persiguieron pelícanos, cangrejos, y, lastimosamente, veraneantes obstaculizaron su retozo de brincos hacia el oleaje: las tiraron y jugaron con ellas. Otros, muy avezados, las alzarían como equipaje, según los pobladores.
En otra oportunidad, sobre nueva arena, las veré volver con su peso para el desove. Y, yo alertaré a todo veraneante que dificulte su desarrollo tierra, mar; tierra, mar.