Oído absoluto,
por José Manuel Peláez
A la salida de la sala de conciertos, yo no podía dejar de tararear la más que conocida melodía de Fortuna Imperatrix Mundi de Carmina Burana. Yo cabalgaba con los caballeros de Excalibur en busca del Santo Grial, pero, sobre todo, aturdía a Manolo que varias veces me pidió, sin éxito, que cambiara la pista.Mi exaltación continuó en la barra de un bar cercano en el que seguí atormentando a mi amigo explicándole cómo esa música no me permitía callarme. En un momento, me di cuenta de que Manolo ya no me escuchaba y supuse que estaba refugiado en los recovecos de su mente para ignorar mi excesivo entusiasmo. Pero la verdad era otra.Manolo se había acercado disimuladamente a un grupo donde un hombre alto de lentes montados al aire les decía algo a dos muchachas y a un muchacho que lo miraban c...