La silla eléctrica,
por José Manuel Peláez
No se trataba de una silla conectada a una fuente de poder ni nada por el estilo. Era una simple silla sin apoyabrazos con cuatro patas, asiento y respaldar. La heredé de la antigua inquilina de mi apartamento y la mantenía en recuerdo y honor a ella que nunca me hizo caso, pero sí me hizo soñar.
Nada más justificaba esta fidelidad mía hacia una silla con las patas descuadradas, el respaldo inexplicablemente inclinado hacia adelante y un apoyo cuyo recubrimiento ha perdido la capacidad de acolchar un descanso. Sentarse en ella era tan molesto y arriesgado que por eso era la “silla eléctrica” ya que me mantenía constantemente cambiando de posición en la imposible búsqueda de confort.
O sea, era una silla que servía para cualquier cosa menos para sentarse.
Gracias a la inesperada ac...