Los gladiadores,
por José Manuel Peláez
Mi jefe no entendía que renunciaba “para no saber qué hacer”, pero terminó por aceptar mi idea absurda de “disfrutar la incertidumbre”. Agilizó mi liquidación y me regaló un canto rodado verde que a mí me pareció solo un culo de botella limado, pero él me aseguró que atraía la buena suerte.
Tomé mi coche y puse rumbo a ninguna parte. Me detuve en un pueblito a repostar y a comer algo. Mientras me reponía en una rústica fonda, me dio la impresión de que los presentes estaban tensos. Miraban constantemente el reloj y le preguntaban al posadero: “¿Viene Quique?” y éste apenas asentía con los párpados cerrados.
Cuando estaba a punto de marcharme, entró al local un hombre con rostro de cuero viejo que mascaba un tabaco como si tuviera hambre. Por la actitud de todos comprendí que él ...